Atacados por un enjambre de mariposas que desordenan el estómago, decimos "te amo" con una intensidad tal, que los poemas de Neruda huelen a verso baratos creados por una súbita y efímera pasión escolar. "Te quiero demasiado, juntos estaremos hasta el fin…" Dichas en el momento justo, ciertas palabras simples y cotidianas, ostentan el poderío de un monumental generador eléctrico. Fuera de contexto, arañan el ridículo en tiempo record. ¿A dónde van las palabras cuando se desinflan? Derecho hacia otra persona. Nada se pierde, todo es reciclable en este punto. Sin embargo, la situacion se complica antes de que esto ocurra, bien al comienzo de la relación.Si lo que recibimos a manera de reembolso por nuestra edulcorada declaración, es el clásico y nunca bien ponderado "yo también", la alarma empieza a sonar en algún lugar impreciso que, pongámosle, se ubica cerca del inconsciente. Es verdad que, en esos instantes de inspiración suprema, en los que dejamos el corazón a la intemperie, ninguna respuesta satisface. El que pega primero, gana. Pero "yo también" se posiciona en la base de la pirámide. Extraña (y jorobada) paradoja la del amor: al principio nada alcanza y después todo sobra. Peor es el caso de aquél que, buscando doblar la apuesta, aporta una cuota de eternidad al asunto: "siempre te voy a querer". ¿Siempre? De tomarlo en serio, bajamos la guardia y nos recostamos, tranquilos, sobre los laureles conquistados. La seguridad, de cualquier clase que sea, es un veneno efectivo que aniquila a cuanta mariposa excitada encuentra en su fatal camino, las somete a torturas rebuscadas, procesos de involución de los que salen transformadas, reconvertidas en larvas inquietas; gusanos hambreados que sólo se calman frente a la presencia de un objetivo nuevo. Porque la muerte del amor es uno de los pocos espectáculos definitivos que ofrece la madre naturaleza. Ni el efecto invernadero destruye con tanta precisión matemática. Donde hubo fuego, apenas queda un puñado lamentable de cenizas que reavivadas, suelen abrir la puerta a un desfile incesante de calamidades desastrosas; viaje al pasado que, en el mejor de los casos, sólo despierta fantasmas dormidos. ¿Cómo llegamos acá? Vaya uno a saber… Aunque es probable que las promesas de amor eterno ni siquiera atraviesen la piel de un receptor sensible, cercado por el temor a perder lo que ama. ¿Y los que no emiten opinión? Amantes malditos que manejan silencios de cripta. "¿Me quieres?", preguntamos ansiosos. "Obvio", responden sin mover un músculo. "¿En serio me quieres?", repreguntamos, fieles a la ley del tirabuzón, creyendo que al otro expresarse le cuesta, y necesita ayuda. "¿Qué te acabo de decir?". Se trata del máximo galardón a conquistar. Quizás sean parcos de verdad (la esperanza es lo último que se pierde); instalan la sensación agobiante de que esconden sus frases conmovedoras bajo siete llaves, a la espera de un candidato mejor.
No se puede vivir sin amor. Las posibilidades de que una persona deseche el tránsito por esta emoción son prácticamente nulas. Las chances de que el objeto amado sea el ser humano que tiene al lado, bajas. La cara más trágica del sentimiento amoroso es aquella que muestra lo que sigue: el amor es un tipo especial de emoción que, para nacer, necesita dos personas; al momento de crecer le basta con una. Es más, le cuesta evolucionar estando en pareja. El buey sólo bien se lame. Explicaciones (especialmente psicológicas) al fenómeno hay miles. La sabiduría popular enseña que la psicología puede estar equivocada.....
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